Sentado en el sofá, dos horas después de haber llegado a mi casa, siento aún el hormigueo en mis piernas, esa molestia cotidiana hija de diez horas, desdobladas en dos turnos de cinco, de caminar entre mesas ocupadas por hombres y mujeres deseosos de comer o de presumir de falsos conocimientos culinarios o enológicos.
Verdugueo de jefes e histéria y complejos de inferioridad de quienes ejercen un poder miserable sobre empleados, siempre y cuando sean jóvenes o débiles de carácter. Forros gratis, esbirros con lealtad pagada con sexo o conseguida mediante manipulación emocional. Toda la mierda que es necesario comer para poder vivir. Trabajo.
Y mañana y pasado todo se repetirá otra vez hasta el hartazgo, hasta que la vejez, cada día más cercana, diga basta, me expulse del merKado laboral y me someta a otras afrentas, nuevas pero no menos malolientes, pertinaces y agrias.
Me dolerán las piernas.
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